Creo que de toda la ciudad de Roma, al menos en este rápido viaje a la ciudad eterna, me quedo con el Circo Massimo. No ha habido otro monumento, otra fontana, otro nada que me cautivara más.
Pero realmente del circo poco queda. Solamente el recinto y la imaginación que cada uno le eche. Y esto es lo que lo hace especial, porque de las otras estructuras que quedan en pie sabes realmente a través de tus ojos cómo son, cómo eran y lo que puedieron ser. Pero con el Circo, lo único que puedes es hacerte una idea e imaginar que algún día, en ese recinto de tierra y césped, los romanos corrían subidos en carros tirados de caballos y miles de personas aclamaban desde las gradas, hoy ya inesistentes.
Me impresionó también ver a la gente tumbada al sol sobre la spina y no pude evitar imitarles. Así que, ni corta ni perezosa, me eché encima de la hierba, me puse de manga corta y allí me quedé, atónita, pensando que miles de años después de su construcción, yo, una persona del siglo XXI estuviera tumbada en un poquito de historia.
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