Entiendo ahora (esta noche) por qué me refugio en mi cama. Este elemento nada tiene que ver con ser aparentemente un elemento decorativo o, quizá, que concierne a nuestra salud; sino que es mi propia cabaña donde me refugio ante los peligros de la vida.
Estando enfadada o sin estarlo, siempre acabo acurrucada en un rinconcito de mi cama, con los brazos rodeando el almohadón, o en su defecto las piernas, cual pulpo intentando agarrarse a la vida marina.
Y es que no hay mejor lugar para las penas que la cama. Aprecio bastante cómo me siento cuando, atormentada de la vida (o a veces harta de la misma), intento olvidar tantas penas como sea posible en ella. Me sumerjo en las sábanas e intento introducirme en la historia del libro que me esté leyendo en ese momento, porque una cama sin libro que llevarse a la mente es como una hormiga sin comida que llevarse al hormiguero.
Por eso y por muchas cosas más, uno de los mayores placeres es taparse con la manta, apoyar la cabeza en la almohada, apagar las luces y escuchar de fondo un solo de piano. Es entonces cuando piensas que sí valen la pena perder 8 horas (de media) durmiendo cada día.
1 comentario:
Yep! Tú si que sabes chica. Contundencia empírica hallo en tu sentencia.
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