Sentada frente a la ventana de mi habitación, viendo el mismo paisaje durante años. Nada ha cambiado. Las casas siguen ahí, en el mismo emplazamiento, los árboles supongo que habrán crecido, una casa se ha alzado junto a otras veteranas. Son cambios menudos, insignificantes para el ojo humano. No las apreciamos, no nos damos cuenta de que suceden hasta que no comparamos con una fotografía tomada en el pasado.
Mientras, al otro lado del cristal, los cambios sí son apreciables. El contexto en el que nos movemos, nuestro propio yo, nosotros físicamente. Nuestra cabeza compara, reúne ideas, recuerda. Todo en un mismo instante, o en varios. Y de repente sucede algo, algo impredecible que hace que te plantees todo lo que estoy pensando ahora mismo. Algo o alguien se saca un as de la manga y toda la partida cambia, porque la vida es como un partida de cartas. Cada uno juega con una baraja, con unos palos, a un número. Unos tienen ases escondidos en la manga, otros se retiran a tiempo, otros cuantos arriesgan, otros pasan; puedes jugar en solitario, en pareja o incluso en grupo; pero la partida, para bien o para mal, siempre acaba finalizando.
Y te subes en el metro y ves cómo el mundo se mueve a tu lado, muy deprisa. Tu reflejo en el cristal parece sostenerse en el ambiente. Tomas conciencia de que eres una mísera hormiguita en este mundo tan grande, que vales más bien poco, que en cualquier momento todos tus esfuerzos pueden ser aplastados por un dedo gigantesco.
Y vuelves de nuevo a la realidad, a tu ordenador, a tu ventana. Ya ha anochecido y sólo has dicho estupideces. La vida es dura, sí, e incluso podemos enredarla más aún. Debemos saber encajar los reverses de la partida.
[Este post no tiene música porque el día de hoy no tienen melodía, sólo silencio, sólo imágenes, letras.]
No hay comentarios:
Publicar un comentario